MENSAJE
A LA CONVENCIÓN DE OCAÑA REDACTADO POR EL LIBERTADOR
SIMÓN
BOLÍVAR EN BOGOTÁ EL 29 DE FEBRERO DE 1828.
Conciudadanos:
Os congratulo por la honra que habéis
merecido de la Nación, confiándoos sus altos destinos. Al representar la
legitimidad de Colombia os halláis revestidos de los poderes más sublimes.
También participo yo de la mayor ventura devolviéndoos la autoridad que se
había depositado en mis cansadas manos: tocan a los queridos del pueblo las
atribuciones soberanas, los derechos supremos, como delegados del omnipotente
augusto de quien soy súbdito y soldado. ¿En qué potestad más eminente depondría
yo el bastón de presidente y la espada de general?
Disponed libremente de estos símbolos de
mando y de gloria en beneficio de la causa popular, sin atender a consideraciones
personales, que os impidieran una reforma perfecta.
Constituido por mis deberes a manifestaros la
situación de la República, tendré el dolor de ofreceros el cuadro de sus
aflicciones. No juzguéis, que los colores que empleo los ha encendido la exageración,
ni que han salido de la tenebrosa mansión de los misterios: yo los he copiado a
la luz del escándalo: su conjunto puede pareceros ideal; pero si lo fuera,
¿Colombia os llamará?
Los quebrantos de la patria han empezado,
desde luego, a remediarse, ya que congregados los escogidos se disponen a
examinarlos. Vuestra empresa, en verdad, es tan difícil como gloriosa; y aunque
algo se han disminuido los obstáculos con la fortuna de poderos presentar a
Colombia unida y dócil a vuestra voz; he de deciros, que no debemos esta
inapreciable ventaja sino a las esperanzas libradas en la convención:
esperanzas que os muestran la confianza nacional y el peso que os abruma.
Os bastará recorrer nuestra historia para
descubrir las causas de nuestra decadencia. Colombia, que supo darse vida, se
halla exánime. Identificada antes con la causa pública, no
estima ahora su deber como la única regla de salud.
Los mismos que durante la
lucha se contentaron con su pobreza, y que no adeudaban al extranjero tres
millones, para mantener la paz han tenido que cargarse de deudas vergonzosas
por sus consecuencias. Colombia, que al frente de las huestes opresoras
respiraba sólo pundonor y virtud, padece como insensible el descrédito
nacional. Colombia, que no pensaba sino en sacrificios dolorosos, en servicios
eminentes, se ocupa de sus derechos, y no de sus deberes. Habría perecido la
Nación si un resto de espíritu público no la hubiese impelido a clamar el
remedio y detenido al borde del sepulcro.
Solamente un peligro horroroso nos haría
intentar la alteración de las leyes fundamentales; sólo este peligro se habría
hecho superior a la pasión que profesábamos a instituciones propias y
legítimas, cuyas bases nos habían procurado la deseada emancipación.
Nada añadiría a este funesto bosquejo, si el
puesto que ocupo no me forzara a dar cuenta a la Nación de los inconvenientes
prácticos de sus leyes. Sé que no puedo hacerlo sin exponerme a siniestras
interpretaciones, y que a través de mis palabras se leerán pensamientos
ambiciosos; mas, yo que no he rehusado a Colombia consagrarle mi vida y mi
reputación, me conceptúo obligado a este último sacrificio.
Debo decirlo: nuestro gobierno está
esencialmente mal constituido. Sin considerar que acabamos de lanzar la
coyunda, nos dejamos deslumbrar por aspiraciones superiores a las que la
historia de todas las edades manifiesta incompatibles con la humana naturaleza.
Otras veces hemos equivocado los medios y atribuido el mal suceso a no habernos
acercado bástame a la engañosa guía que nos extraviaba, desoyendo a los que
pretendían seguir el orden de las cosas, y comparar entre sí las diversas
partes de nuestra constitución, y toda ella con nuestra educación, costumbres e
inexperiencias para que no nos precipitáramos en un mar proceloso.
Nuestros diversos poderes no están
distribuidos cual lo requiere su forma social y el bien de los ciudadanos.
Hemos hecho del legislativo sólo el cuerpo soberano, en lugar de que no debía
ser más que un miembro de este soberano; le hemos sometido al ejecutivo, y dado
mucha más parte en la administración general, que la que el interés legítimo
permite. Por colmo de desacierto se ha puesto toda la fuerza en la voluntad, y
toda la flaqueza en el movimiento y la acción del cuerpo social.
El derecho de presentar proyectos de ley se
ha dejado exclusivamente al legislativo, que por su naturaleza está lejos de
conocer la realidad del gobierno y es puramente teórico.
El arbitrio de objetar las leyes concedido al
ejecutivo, es tanto más ineficaz, cuanto que se ofende la delicadeza del
Congreso con la contradicción. Este puede insistir victoriosamente, hasta con
el voto de la quinta o menos parte de sus miembros; lo que no deja medio de
eludir el mal.
Prohibida la libre entrada a los secretarios
del despacho en nuestras cámaras, para explicar o dar cuenta de los motivos del
Gobierno, no queda ni este recurso que adoptar para esclarecer al legislativo
en los casos de objetarse algún acuerdo. Mucho habría podido evitarse,
requiriendo determinado lapso de tiempo, o un número proporcional de votos,
considerablemente mayor que el que ahora se exige para insistir en las leyes
objetadas por el ejecutivo.
Obsérvese, que nuestro ya tan abultado código
en vez de conducir a la felicidad ofrece obstáculos a sus progresos. Parecen
nuestras leyes hechas al acaso: carecen de conjunto, de método, de
clasificación y de idioma legal. Son opuestas entre sí, confusas, a veces
innecesarias, y aun contrarias a sus fines. No falta ejemplo, de haberse hecho
indispensable contener con disposiciones rigurosas vicios destructores y que se
generalizaban: la ley, pues, hecha al intento ha resultado mucho menos adecuada
que las antiguas, amparando indirectamente los vicios que se procuraban evitar.
Por aproximarnos a lo perfecto, adoptamos por base de representación una escala
que nuestra capacidad no admite todavía. Prodigándose esta augusta función se
ha degradado y ha llegado a parecer, en algunas provincias, indiferente y hasta
poco honroso representar al pueblo. De esto ha emanado en parte el descrédito
en que han caído las leyes; y leyes despreciadas ¿qué felicidad producirán?
El Ejecutivo de Colombia no es el igual del
Legislativo; ni el Jefe del Judicial: viene a ser un brazo débil del poder supremo,
que no participa en la totalidad que le corresponde, porque el congreso se
ingiere en sus funciones naturales sobre lo administrativo, judicial,
eclesiástico y militar. El gobierno, que debería ser la fuente y el motor de la
fuerza pública, tiene que buscarla fuera de sus propios recursos, y que
apoyarse en otros que le debieran estar sometidos. Toca esencialmente al
gobierno ser el centro y la mansión de la fuerza, sin que el origen del
movimiento le corresponda. Habiéndosele privado de su propia naturaleza,
sucumbe en un letargo que se hace funesto para los ciudadanos, y que arrastra
consigo la ruina de las instituciones. No están reducidos a estos los vicios de
la Constitución con respecto al ejecutivo. Rivaliza en entidad con los
mencionados, la falta de responsabilidad de los secretarios del despacho.
Haciéndola pesar exclusivamente sobre el jefe de la administración, se anula su
efecto, sin consultar cuanto es posible la armonía y el sistema entre las
partes; y se disminuyen igualmente los garantes de la observancia de la ley.
Habrá más celo en su ejecución, cuando con la responsabilidad moral obre en los
ministros, la que se les imponga. Habrá entonces más poderosos estímulos para
propender al bien. El castigo que por desgracia se llegara a merecer, no sería
el germen de mayores males, la causa de trastornos considerables y el origen de
las revoluciones. La responsabilidad en el escogido del pueblo será siempre
ilusoria, a no ser que voluntariamente se someta a ella, o que contra toda
probabilidad carezca de medios para sobreponerse a la ley. Nunca, por otro
lado, puede hacerse efectiva esta responsabilidad, no hallándose determinados
los casos en que se incurre, ni definida la expiación.
Todos observan con asombro el contraste que
presenta el ejecutivo, llevando en sí una superabundancia de fuerza al lado de
una extrema flaqueza: no ha podido repeler la invasión exterior o contener los
conatos sediciosos, sino revestido de la dictadura. La Constitución misma,
convencida de su propia falta, se ha excedido en suplir con profusión las
atribuciones que le había economizado con avaricia. De suerte que el Gobierno
de Colombia es una fuente mezquina de salud, o un torrente devastador.
No se ha visto en nación alguna entronizada a
tanta altura la facultad de juzgar como en Colombia. Considerándose el modo con
que están constituidos entre nosotros los poderes, no puede decirse que las
funciones del cuerpo político de una nación se reducen a querer y a ejecutar su
voluntad. Se aumentó un tercer agente supremo, como si la facultad de decidir
las leyes que convengan a los casos no fuese la principal incumbencia de la
ejecución. Para que no influyese indebidamente en los encargados de decirlo,
los dejaron del todo inconexos con el ejecutivo, que son por su naturaleza
parte integrante; y a pesar de que se encargó a éste velar de continuo en la
pronta y cumplida administración de justicia, se le cometió el encargo sin
proveerle de medios para descubrir cuando fuese oportuna su intervención, ni
declararle hasta qué punto pudiese extenderse. Aun la facultad de elegir, entre
personas aptas, se le ha coartado.
No satisfechos con esta exaltación hemos dado
por leyes posteriores a los tribunales civiles una absoluta supremacía en los
juicios militares, contra toda la práctica uniforme de los siglos, delegatoria
de la autoridad que la Constitución atribuye al Presidente, y destructora de la
disciplina que es el fundamento de una milicia de línea. Las leyes posteriores
en la parte judicial han extendido, hasta donde nunca debió ser, el derecho de
juzgar. A consecuencia de la ley de procedimiento se han complicado las litis.
Por todas partes se han establecido nuevos juzgados y tribunales de cantón, por
cuya reforma claman los miserables pueblos, que enredan y sacrifican en provecho
de los jueces. Repetidas ocasiones han decidido de la buena o mala aplicación
de la ley cortes superiores, compuestas casi exclusivamente de legos. El
Ejecutivo ha oído lastimosos reclamos contra el artificio o prevaricación de
los jueces, y no ha tenido medios para castigarlos: ha visto la hacienda
pública, víctima de la ignorancia y de la malicia de los tribunales, y no ha
podido aplicar el remedio.
La acumulación de todos los ramos
administrativos en los agentes naturales que el Ejecutivo tiene en los
departamentos aumenta su impotencia, porque el intendente, jefe del orden civil
y de la seguridad interior, se halla recargado de la administración de las
rentas nacionales, cuyo cuidado exige muchos individuos, sólo para impedir su
deterioro. No obstante que esta acumulación parece conveniente, no lo es, sino
con respecto a la autoridad militar, que debería estar reunida en los
departamentos marítimos a la civil, y la civil separada de la de rentas, para
que cada uno de estos ramos sirva de un modo satisfactorio al pueblo y al
Gobierno.
Las municipalidades, que serían útiles como
consejo de los gobernadores de provincia, apenas han llenado sus verdaderas
funciones; algunas de ellas han osado atribuirse la soberanía que pertenece a
la Nación, otras han fomentado la sedición; y casi todas las nuevas, más han
exasperado, que promovido el abasto, el ornato, y la salubridad de sus
respectivos municipios. Tales corporaciones no son provechosas al servicio a
que se les ha destinado: han llegado a hacerse odiosas por las gavelas que
cobran, por la molestia que causan a los electos que las componen, y porque en
muchos lugares no hay siquiera con quien reemplazarlas. Lo que las hace
principalmente perjudiciales es la obligación en que pone a los ciudadanos de
desempeñar una judicatura anual, en que emplean su tiempo y sus bienes,
comprometiendo muy frecuentemente su responsabilidad y hasta su honor. No es
raro el destierro espontáneo de algunos individuos de sus propios hogares,
porque no los nombren para estos enojosos cargos. Y si he de decir lo que todos
piensan, no habría decreto más popular que el que eliminase las
municipalidades.
No habiendo ley sobre la policía general, no
existe ni su sombra. Resulta de aquí, que el Estado es una confusión, diría
mejor un misterio para los subalternos del ejecutivo, que se hallan en relación
con uno a uno de sus individuos, los que no son manejables sin una policía
diligente y eficaz que coloque a cada ciudadano en conexión inmediata con los
agentes del gobierno. De aquí provienen diversos inconvenientes para que los
intendentes hagan cumplir las leyes y reglamentos en todos los ramos de su
dependencia.
Destruida la seguridad y el reposo, únicos
anhelos del pueblo, ha sido imposible a la agricultura conservarse siquiera en
el deplorable estado en que se hallaba. Su ruina ha cooperado a la de otras
especies de industria, desmoralizado el albergue rural, y disminuido los medios
de adquirir; todo se ha sumido en la miseria desoladora; y en algunos cantones
los ciudadanos han recobrado su independencia primitiva porque, perdidos sus
goces, nada los liga a la sociedad, y aun se convierten en sus enemigos. El
comercio exterior ha seguido la misma escala que la industria del país; aun
diría, que apenas basta para proveernos de lo indispensable; tanto más que los
fraudes favorecidos por las leyes y por los jueces, seguidos de numerosas
quiebras, han alejado la confianza de una profesión, que únicamente estriba en
el crédito y buena fe. Y ¿qué comercio habrá sin cambios y sin provechos?
Nuestro ejército era el modelo de la América
y la gloria de la libertad: su obediencia a la ley, al magistrado, y al
general, parecían pertenecer a los tiempos heroicos de la virtud republicana.
Se cubría con sus armas, porque no tenía uniformes; pereciendo de miseria se
alimentaba de los despojos del enemigo, y sin ambición no respiraba más que el
amor a la patria. Tan generosas virtudes se han eclipsado, en cierto modo,
delante de las nuevas leyes dictadas para regirlo y para protegerlo. Partícipe
el militar de los sacudimientos que han agitado toda la sociedad, no conserva
más que su devoción a la causa que ha salvado, y un respeto saludable a sus
propias cicatrices. He mencionado el funesto influjo que ha debido tener en la
subordinación, el haberle sujetado a tribunales civiles, cuyas doctrinas y
disposiciones son fatales a la disciplina severa, a la sumisión pasiva y a la
ciega obediencia que forma la base del poder militar, apoyo de la sociedad
entera.
La ley que permite al militar casarse sin
licencia del gobierno ha perjudicado considerablemente al ejército con su
movilidad, fuerza y espíritu. Con razón se ha prohibido tomar reemplazos de
entre los padres de familia: contraviniendo a esta regla, hemos hecho padres de
familia a los soldados. Mucho ha contribuido a relajar la disciplina el
vilipendio que han recibido los jefes de parte de los súbditos por escritos
públicos. El haberse declarado detención arbitraria una pena correccional, es
establecer por ordenanzas los derechos del hombre y difundir la anarquía entre
los soldados, que son los más crueles, como los más tremendos cuando se hacen
demagogos. Se han promovido peligrosas rivalidades entre civiles y militares
con los escritos y con las discusiones del congreso, no considerándolos ya como
los libertadores de la patria, sino como los verdugos de la libertad. ¿Era esta
la recompensa debida a tan dolorosos y sublimes sacrificios? ¿Era ésa la
recompensa reservada para los héroes? Aun ha llegado el escándalo al punto de
excitarse odio y encono entre los militares de diferentes provincias para que
ni la unidad ni la fuerza existieran.
No quisiera mencionar la clemencia que ha
recaído sobre los crímenes militares en esta época ominosa. Cada uno de los
legisladores está penetrado de toda la gravedad de esta vituperable
indulgencia. ¿Qué ejército será digno, en adelante, de defender nuestros
sagrados derechos, si el castigo del crimen ha de ser recompensarlo? ¡Y si la
gloria no pertenece ya a la fidelidad, el valor a la obediencia! Desde 1821, en
que empezamos a reformar nuestro sistema de hacienda, todo ha sido ensayos; y
de ellos el último nos ha dejado más desengañados que los anteriores. La falta
de vigor en la administración, en todos y cada uno de sus ramos, el general
conato por eludir el pago de las contribuciones, la notable infidelidad y
descuido por parte de los recaudadores, la creación de empleados innecesarios,
el escaso sueldo de éstos y las leyes mismas han conspirado a destruir el
erario. Se ha confiado vencer algunas veces este conjunto de resistencia,
invocando la acción de los tribunales; pero los tribunales, con la apariencia
de protectores de la inocencia, han absuelto al contribuyente quejoso y al
recaudador procesado, cuando la lentitud y la secuela de los juicios no ha dado
tiempo al Congreso para dictar nuevas leyes que enervasen aun la acción del
Gobierno. Todavía el Congreso no ha arreglado las comisarías que manejan las
más cuantiosas rentas. Todavía el congreso no ha examinado, por la primera vez,
la inversión de los fondos de que el Gobierno es simple administrador.
La demora en Europa de la persona a quien por
órdenes expedidas en 1823 toca responder de los millones que se deben por el
empréstito contratado y por el ratificado en Londres: la expulsión del
encargado de negocios que teníamos en el Perú, y que gestionaba el cobro de los
suplementos que hicimos a aquella república; por último, la distribución y
consunción de los bienes nacionales, nos han forzado a suplir con numerosas
inscripciones en el libro de la deuda nacional valores que ellos pudieron dejar
satisfechos. El erario de Colombia ha tocado, pues, a la crisis de no poder
cubrir nuestro honor nacional con el extranjero generoso que nos ha prestado
sus fondos confiando en nuestra fidelidad.
El Ejército no recibe la mitad de sus
sueldos, y excepto los empleados de hacienda, los demás sufren la más triste
miseria. El rubor me detiene, y no me atrevo a deciros que las rentas
nacionales han quebrado, y que la república se halla perseguida por un
formidable concurso de acreedores.
Al describir el caos que nos envuelve, casi
me ha parecido superfluo hablaros de nuestras relaciones con los demás pueblos
de la tierra. Ellas prosperaron a medida que se exaltaba nuestra gloria
militar, y la prudencia de nuestros conciudadanos, inspirando así, confianza de
que nuestra organización civil y dicha social alcanzarían el alto rango que la
Providencia nos había señalado. El progreso de las relaciones exteriores ha
dependido siempre de la sabiduría del Gobierno y de la concordia del pueblo. Ninguna
nación se hizo nunca estimar, sino por la práctica de estas ventajas: ninguna
se hizo respetable sin la unión que la fortifica. Y discorde Colombia,
menospreciando sus leyes, arruinando su crédito, ¿qué alicientes podrá ella
ofrecer a sus amigas? ¿Qué garantes para conservar siquiera a las que tiene?
Retrogradando, en vez de avanzar, en la carrera civil, no inspira sino
esquivez. Ya se ha visto provocada, insultada por un aliado, que no existiera
sin nuestra magnanimidad. Vuestras deliberaciones van a decidir, si
arrepentidas las naciones amigas de habernos reconocido hayan de borrarnos de
entre los pueblos que componen la especie humana.
¡Legisladores! Ardua y grande es la obra que
la voluntad nacional os ha cometido. Salvaos del compromiso en que os han
colocado nuestros conciudadanos salvando a Colombia. Arrojad vuestras miradas
penetrantes en el recóndito corazón de vuestros constituyentes: allí leeréis la
prolongada angustia que los agoniza, ellos suspiran por seguridad y reposo. Un
gobierno firme, poderoso, y justo es el grito de la Patria. Miradla de pie
sobre las ruinas del desierto que ha dejado el despotismo, pálida de espanto,
llorando quinientos mil héroes muertos por ella: cuya sangre sembrada en los
campos, hacía nacer sus derechos.
Sí, legisladores, muertos y vivos, sepulcros
y ruinas, os piden garantías.
Y yo que sentado ahora sobre el hogar de un
simple ciudadano, y mezclado entre la multitud, recobro mi voz y mi derecho, yo
que soy el último que reclamo el fin de la sociedad, yo que he consagrado un
culto religioso a la Patria y a la Libertad, no debo callarme en momento tan
solemne. Dadnos un gobierno en que la ley sea obedecida, el magistrado
respetado, y el pueblo libre: un gobierno que impida la transgresión de la
voluntad general y los mandamientos del pueblo.
Considerad, legisladores, que la energía en
la fuerza pública es la salvaguardia de la flaqueza individual, la amenaza que
aterra al injusto, y la esperanza de la sociedad. Considerad, que la corrupción
de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y de la impunidad de
los delitos. Mirad, que sin fuerza no hay virtud; y sin virtud perece la
República. Mirad, en fin, que la anarquía destruye la libertad, y que la unidad
conserva el orden.
¡Legisladores! A nombre de Colombia os ruego
con plegarias infinitas, que nos deis, a imagen de la Providencia que
representáis, como árbitros de nuestros destinos, para el pueblo, para el
Ejército, para el juez, y para el magistrado: ¡¡¡Leyes inexorables!!!
Bogotá, 29 de febrero de 1828
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