Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva
Granada por un caraqueño. 15 de diciembre de 1812
[Conciudadanos]
Libertar a la Nueva Granada de la suerte de
Venezuela y redimir a ésta de la que padece, son los objetos que me he
propuesto en esta memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos, de aceptarla con
indulgencia en obsequio de miras tan laudables. Yo soy, granadinos, un hijo de
la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas
y políticas, que siempre fiel al sistema liberal y justo que proclamó mi
patria, he venido a seguir los estandartes de la independencia, que tan
gloriosamente tremolan en estos Estados. Permitidme que animado de un celo
patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para indicaros ligeramente las
causas que condujeron a Venezuela a su destrucción, lisonjiándome que las
terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida República,
persuadan a la América a mejorar su conducta, corrigiendo los vicios de unidad,
solidez y energía que se notan en sus gobiernos. El más consecuente error que
cometió Venezuela al presentarse en el teatro político fue, sin contradicción,
la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improbado como débil
y ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente sostenido
hasta los últimos períodos, con una ceguedad sin ejemplo.
Las primeras pruebas que dio nuestro gobierno
de su insensata debilidad, las manifestó con la ciudad subalterna de Coro, que
denegándose a reconocer su legitimidad, la declaró insurgente, y la hostilizó
como enemigo. La Junta Suprema en lugar de subyugar aquella indefensa ciudad,
que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas marítimas delante de su
puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable que dejó subyugar
después la confederación entera, con casi igual facilidad que la que teníamos
nosotros anteriormente para vencerla, fundando la Junta su política en los
principios de humanidad mal entendida que no autorizan a ningún gobierno para
ser por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus
derechos.
Los códigos que consultaban nuestros
magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno,
sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose
repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo
la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por
jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por
soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se
sintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos
agigantados a una disolución universal que bien pronto se vio realizada. De
aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por
los descontentos, y particularmente por nuestros natos e implacables enemigos
los españoles europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país,
para tenerlo incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les
permitían formar nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus
atentados eran tan enormes, que se dirigían contra la salud pública. La
doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas
de algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie para
privar de la vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el
delito de lesa patria. Al abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración
sucedía un perdón, y a cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a
perdonar; porque los gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia.
¡Clemencia criminal, que contribuyó más que
nada a derribar la máquina que todavía habíamos enteramente concluido! De aquí
vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces
de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad
con suceso y gloria. Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos de
milicias indisciplinadas, que además de agotar las cajas del erario nacional
con los sueldos de la plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los
paisanos de sus lugares e hicieron odioso el Gobierno que obligaba a éstos a
tomar las armas y a abandonar sus familias. Las repúblicas, decían nuestros
estadistas, no han menester de hombres pagados para mantener su libertad.
Todos los ciudadanos serán soldados cuando
nos ataque el enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y
recientemente el Norte de América, vencieron a sus contrarios sin auxilio de
tropas mercenarias siempre prontas a sostener el despotismo y a subyugar a sus
conciudadanos. Con estos antipolíticos e inexactos raciocinios fascinaban a los
simples; pero no convencían a los prudentes que conocían bien la inmensa
diferencia que hay entre los pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas
repúblicas y las nuestras. Ellas, es verdad que no pagaban ejércitos
permanentes; mas era porque en la antigüedad no los había, y sólo confiaban la
salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes políticas, costumbres
severas y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes de
poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de sus tiranos, es
notorio que han mantenido el competente número de veteranos que exige su
seguridad; exceptuando al Norte de América, que estando en paz con todo el
mundo y guarnecido por el mar, no ha tenido por conveniente sostener en estos
últimos años el completo de tropa veterana que necesita para la defensa de sus
fronteras y plazas.
El resultado probó severamente a Venezuela el
error de su cálculo, pues los milicianos que salieron al encuentro del enemigo,
ignorando hasta el manejo del arma, y no estando habituados a la disciplina y
obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a pesar de los
heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes por llevarlos a la
victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales, porque es
una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse a
los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo
perdido, desde que es derrotado una vez, porque la experiencia no le ha probado
que el valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna. La
subdivisión de la provincia de Caracas, proyectada, discutida y sancionada por
el Congreso Federal, despertó y fomentó una enconada rivalidad en las ciudades
y lugares subalternos, contra la capital; ?la cual, decían los congresales ambiciosos
de dominar en sus distritos, era la tirana de las ciudades y la sanguijuela del
Estado?. De este modo se encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que
nunca se logró apagar con la reducción de aquella ciudad; pues conservándolo
encubierto, lo comunicó a las otras limítrofes, a Coro y Maracaibo; y éstas
entablaron comunicaciones con aquéllas, facilitaron, por este medio, la entrada
de los españoles que trajo consigo la caída de Venezuela.
La disipación de las rentas públicas en
objetos frívolos y perjudiciales, y particularmente en sueldos de infinidad de
oficinistas, secretarios, jueces, magistrados, legisladores, provinciales y
federales, dio un golpe mortal a la República, porque la obligó a recurrir al
peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otras garantías que las
fuerzas y las rentas imaginarias de la confederación. Esta nueva moneda pareció
a los ojos de los más, una violación manifiesta del derecho de propiedad,
porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en cambio de
otros cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el
descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de
las tropas españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con
más horror que la servidumbre. Pero lo que debilitó más el Gobierno de
Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de
los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por S mismo, rompe
los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía. Tal era el
verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba
independientemente; y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales
facultades alegando la práctica de aquéllas, y la teoría de que todos los
hombres y todos los pueblos gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo
el gobierno que les acomode. El sistema federal, bien que sea el más perfecto y
más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad, es, no obstante, el
más opuesto a los intereses de nuestros nacientes estados. Generalmente
hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por
S mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas
que caracterizan al verdadero republicano; virtudes que no se adquieren en los
gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y los deberes del
ciudadano. Por otra parte, ¿qué país del mundo, por morigerado y republicano
que sea, podrá, en medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior,
regirse por un gobierno tan complicado y débil como el federal? No es posible
conservarlo en el tumulto de los combates y de los partidos. Es preciso que el
Gobierno se identifique, por decirlo así, el carácter de las circunstancias, de
los tiempos y de los hombres que lo rodean. Si éstos son prósperos y serenos,
él debe ser dulce y protector; pero si con calamitosos y turbulentos, él debe
mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin atender a
las leyes, ni constituciones, ínterin no se restablece la felicidad y la paz.
Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de
la confederación, que lejos de socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos; y
cuando vino el peligro la abandonó a su suerte, sin auxiliarla con el menor
contingente. Además, le aumentó sus embarazos habiéndose empeñado una
competencia entre el poder federal y el provincial, que dio lugar a que los
enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la cuestión de
si deberían salir las tropas federales o provinciales, o rechazarlos cuando ya
tenían ocupada una gran porción de la Provincia. Esta fatal contestación
produjo una demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en
San Carlos sin que les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer. Yo soy
de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los
enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente
envueltos en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados
vilipendiosamente por ese puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los
intrigantes moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de
la federación entre nosotros, porque los unos son tan ignorantes que hacen sus
votaciones maquinalmente, y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en
facción; por lo que jamás se vio en Venezuela una votación libre y acertada, lo
que ponía al gobierno en manos de hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos,
ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo, y por consiguiente nos
desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división, y no
las armas españolas, nos tornó a la esclavitud.
El terremoto del 26 de marzo trastornó,
ciertamente, tanto lo físico como lo moral, y puede llamarse propiamente la
causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este mismo suceso habría tenido
lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se hubiera gobernado
entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor hubiese puesto
remedio a los daños, sin trabas ni competencias que retardando el efecto de las
providencias dejaban tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo
incurable. Si Caracas, en lugar de una confederación lánguida e insubsistente,
hubiese establecido un gobierno sencillo, cual lo requería su situación
política y militar, tú existieras ¡Oh Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad.
La influencia eclesiástica tuvo, después del terremoto, una parte muy
considerable en la sublevación de los lugares y ciudades subalternas, y en la
introducción de los enemigos en el país, abusando sacrílegamente de la santidad
de su ministerio en favor de los promotores de la guerra civil. Sin embargo,
debemos confesar ingenuamente que estos traidores sacerdotes se animaban a
cometer los execrables crímenes de que justamente se les acusa porque la
impunidad de los delitos era absoluta, la cual hallaba en el Congreso un
escandaloso abrigo, llegando a tal punto esta injusticia que de la insurrección
de la ciudad de Valencia, que costo su pacificación cerca de mil hombres, no se
dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde, quedando todos con vida, y los
mas con sus bienes.
De lo referido se deduce que entre las causas
que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse en primer lugar la
naturaleza de su constitución, que, repito, era tan contraria a sus intereses
como favorables a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu de misantropía
que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero: la oposición al
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los
choques que le daban los españoles. Cuarto: El terremoto acompañado del
fanatismo que logró sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y
últimamente las facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que
hicieron descender la patria al sepulcro. Estos ejemplos de errores e
infortunios no serán enteramente inútiles para los pueblos de la América
meridional, que aspiran a la libertad e independencia. La Nueva Granada ha
visto sucumbir a Venezuela; por consiguiente debe evitar los escollos que han
destrozado a aquella. A este efecto presento como una medida indispensable para
la seguridad de la Nueva Granada la reconquista de Caracas. A primera vista
parecerá este proyecto inconducente, costoso y quizá impracticable; pero
examinando atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es
imposible desconocer su necesidad como dejar de ponerlo en ejecución, probada
la utilidad.
Lo primero que se presenta en apoyo de esta
operación es el origen de la destrucción de Caracas, que no fue otro que el
desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de un enemigo que parecía
pequeño, y no lo era considerándolo en su verdadera luz. Coro ciertamente no
habría podido nunca entrar en competencia con Caracas, si la comparamos, en sus
fuerzas intrínsecas, con ésta; más como en el orden de las vicisitudes humanas
no es siempre la mayoría de la masa física la que decide, sino que es la
superioridad de la fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no
debió el Gobierno de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación
de un enemigo, que aunque aparentemente débil tenía por auxiliares a la
Provincia de Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro y la
cooperación de nuestros eternos contrarios, los europeos que viven con
nosotros; el partido clerical, siempre adicto a su apoyo y compañero el
despotismo; y sobre todo, la opinión inveterada de cuantos ignorantes y supersticiosos
contienen los límites de nuestros estados. Así fue que apenas hubo un oficial
traidor que llamase al enemigo, cuando se desconcertó la máquina política, sin
que los inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los defensores de
Caracas, lograsen impedir la caída de un edificio ya desplomado por el golpe
que recibió de un solo hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela a la Nueva
Granada y formando una proporción, hallaremos que Coro es a Caracas como
Caracas es a la América entera; consiguientemente el peligro que amenaza a este
país está en razón de la anterior progresión, porque poseyendo la España el
territorio de Venezuela, podrá con facilidad sacarle hombres y municiones de
boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes experimentados contra los
grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las Provincias de
Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América meridional. La
España tiene en el día gran número de oficiales generales, ambiciosos y
audaces, acostumbrados a los peligros y a las privaciones, que anhelan por
venir aquí, a buscar un imperio que reemplace el que acaban de perder.
Es muy probable que al expirar la Península,
haya una prodigiosa emigración de hombres de toda clase, y particularmente de
cardenales, arzobispos, obispos, canónigos y clérigos revolucionarios, capaces
de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos estados, sino de envolver el
Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La influencia religiosa, el
imperio de la dominación civil y militar, y cuantos prestigios pueden obrar
sobre el espíritu humano, serán otros tantos instrumentos de que se valdrán
para someter estas regiones. Nada se opondrá a la emigración de España. Es
verosímil que la Inglaterra proteja la evasión de un partido que disminuye en
parte las fuerzas de Bonaparte en España, y trae consigo el aumento y
permanencia del suyo en América.
La Francia no podrá impedirla; tampoco
Norteamérica; y nosotros menos aún pues careciendo todos de una marina
respetable, nuestras tentativas serán vanas. Estos tránsfugos hallarán
ciertamente una favorable acogida en los puertos de Venezuela, como que vienen
a reforzar a los opresores de aquel país y los habilitan de medios para
emprender la conquista de los estados independientes. Levantarán quince o
veinte mil hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes, oficiales,
sargentos, cabos y soldados veteranos. A este ejército seguirá otro todavía más
temible de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la jerarquía
eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y la intriga,
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar a la
multitud; que derramándose como un torrente, lo inundará todo arrancando las
semillas y hasta las raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas
combatirán en el campo; y éstos, desde sus gabinetes, nos harán la guerra por
los resortes de la seducción y del fanatismo. Así pues, no queda otro recurso
para precabernos de estas calamidades, que el de pacificar rápidamente nuestras
provincias sublevadas, para llevar después nuestras armas contra las enemigas;
y formar de este modo soldados y oficiales dignos de llamarse las columnas de
la patria. Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer mención de la
necesidad urgente que tenemos de cerrarle las puertas al enemigo, hay otras
razones tan poderosas para determinarnos a la ofensiva, que sería una falta
militar y política inexcusable, dejar de hacerlo. Nosotros nos hallamos
invadidos, y por consiguiente forzados a rechazar al enemigo más allá de la
frontera. Además, es un principio del arte que toda guerra defensiva es
perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo siempre son
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así, no debemos,
por ningún motivo, emplear la defensiva. Debemos considerar también el estado
actual del enemigo, que se halla en una posición muy crítica, habiéndoseles
desertado la mayor parte de sus soldados criollos; y teniendo al mismo tiempo
que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La Guaira,
Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos, sin que se
atrevan a desamparar estas plazas, por temor de una insurrección general en el
acto de separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen
nuestras tropas hasta las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla
campal. Es una cosa positiva que en cuanto nos presentemos en Venezuela, se nos
agregan millares de valerosos patriotas, que suspiran por vernos parecer, para
sacudir el yugo de sus tiranos y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa
de la libertad.
La naturaleza de la presente campaña nos
proporciona la ventaja de aproximarnos a Maracaibo por Santa Marta, y a Barinas
por Cúcuta. Aprovechemos, pues, instantes tan propicios; no sea que los
refuerzos que incesantemente deben llegar de España, cambien absolutamente el
aspecto de los negocios y perdamos, quizás para siempre, la dichosa oportunidad
de asegurar la suerte de estos estados. El honor de la Nueva Granada exige
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta sus
últimos atrincheramientos. Como su gloria depende de tomar a su cargo la empresa
de marchar a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia colombiana, sus
mártires y aquel benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores sólo se dirigen a
sus amados compatriotas los granadinos, que ellos aguardan con una mortal
impaciencia, como a sus redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas
víctimas que gimen en las mazmorras, siempre esperando su salvación de
vosotros; no burléis su confianza; no seáis insensibles a los lamentos de
vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a dar vida al moribundo,
soltura al oprimido, y libertad a todos.
Cartagena de Indias, diciembre 15 de 1812.
Simón Bolívar